Era una tarde de 1952 y el público aguardaba impaciente en el Maverick Concert Hall.
Un reconocido pianista se acercó al instrumento, ajustó meticulosamente su asiento, abrió la partitura y cerró la tapa del piano. Durante 4 minutos y 33 segundos exactos no tocó una sola nota. Solo permaneció ahí, sentado. Contaba el tiempo en silencio.
Los murmullos comenzaron. Luego las risas incómodas. Algunos abandonaron indignados la sala. "Una tomadura de pelo", gritaban. Para muchos críticos no era más que una provocación vacía, una renuncia al verdadero trabajo del compositor.
Pero John Cage parecía tener una razón más allá de la provocación. Meses atrás, Cage probaba por primera vez una cámara anecoica, algo así como un lugar diseñado para eliminar todo sonido externo. Pero en ese mismo momento le reveló su verdad: incluso en el silencio más absoluto escuchaba dos sonidos. Su sistema nervioso y su circulación sanguínea. El silencio total, sintió, no existe mientras vivamos.
Lo verdaderamente valioso de 4'33" no es la pieza en sí, sino lo que nos enseña sobre nuestra relación con el silencio. Su mayor virtud es recordarnos que el silencio no es algo que alguien pueda presentarnos o imponernos desde fuera. Porque su silencio no es la ausencia de música. Es escuchar de otra manera. Durante su interpretación, el viento soplaba fuera, la lluvia repicaba en el tejado, las personas respiraban, se movían inquietas. Todo eso para él era la música.
El verdadero silencio de Cage nos encuentra en momentos inesperados. Aparece de manera espontánea. A veces fugaz, por razones diversas. Se revela en ese instante suspendido tras una pregunta importante, cuando las palabras aún no han llegado. Aparece en la mirada compartida, con esa persona a la que has confesado que amas. O surge cuando a veces las cosas no van como esperabas.
Al cabo, es un espacio donde finalmente nos encontramos con nosotros mismos. Porque el silencio, en esencia, no es ausencia sino presencia.
Y tú, ¿cuándo fue la última vez que reconociste tu silencio?